Literatura BDSM El Límite del Placer ( Eve Berlín ) | Page 61

Él soltó una risita malvada que no la ayudó a tranquilizarse, precisamente. Un portero les abrió la puerta y entraron a un vestíbulo oscuro. Alec se detuvo el tiempo suficiente para quitarse el abrigo y el paraguas y entregárselo a la chica del guardarropa. Ella no había caído en llevar un abrigo, a pesar del tiempo. Solo llevaba lo que él le había pedido. Qué raro que se le ocurriera ahora. Pero trató de no pensar en eso y en todo lo que eso conllevaba. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra se dio cuenta de que él llevaba la camisa arremangada y se le veían los dragones chinos por la cara interior del antebrazo: negro y rojo en el brazo derecho y negro y dorado en el izquierdo. El dibujo era exquisito, con mucho detalle; las largas colas se le enroscaban en los brazos y las cabezas, con sus lenguas rojas y serpenteantes, le llegaban a la cara interior de las muñecas. Quería mirarlos con más detenimiento, quería tocarlos, pero estar en este sitio completamente nuevo para ella era algo demasiado desconcertante. Oía los compases de la música que provenían de algún lugar. Notaba cómo le reverberaba en el vientre. —¿Estás preparada? —le preguntó Alec. Ella asintió. —Sí, estoy lista. No estaba del todo segura de que fuera cierto, pero él ya tenía la mano en la parte baja de su espalda y la guiaba hacia otra puerta. La sala era grande. Las paredes estaban pintadas de un color oscuro y alrededor había luces de color ámbar, lila y rojo. Los rincones estaban llenos de sombras y había gente pero no alcanzaba a ver bien qué estaban haciendo. Lo único que distinguía eran parejas y pequeños grupos. Al mirar con más detenimiento vio pantalones y chalecos de cuero, arneses corporales y corsés rojos, negros y blancos. Los hombres y mujeres llevaban collares: algunos eran de cuero, otros de un metal reluciente. Y piel desnuda. Aquí y allí, había algunos instrumentos apoyados en las paredes. Reconoció los bancos de cuero para los azotes, hechos expresamente para que la persona a la que estuvieran azotando pudiera inclinarse y apoyar las rodillas en una barra inferior acolchada. Había un par de espalderas de madera que la gente usaba en bondage con cuerdas y una cruz de madera en forma de aspa de dos metros que se llamaba cruz de San Andrés. Aunque examinaba la escena con atención, tenía a Alec muy presente, así como el calor que desprendía su enorme cuerpo, que la empequeñecía por muy altos que fueran los tacones. Ese olor; esa divina mezcla de