Literatura BDSM El Límite del Placer ( Eve Berlín ) | Page 160

Doce Alec se inclinó hacia ella y le susurró al oído: —Ahora te voy a desnudar. Y te voy a encadenar a esta cruz. Me encantan las cadenas. A mi modo de ver, son mejores que las cuerdas. Más primarias. Creo que también te gustarán. Pienso que, cuanto más extremo, mejor para ti. Te ayudará a alcanzar esa parte básica y primaria de ti. A soltarte. Dylan apenas podía hablar y quería gruñir. Tenía el corazón desbocado y el sexo ardiente. —Sí, Alec. Él lo hizo, le quitó primero el vestido, luego el tanga negro de seda, dejándola solo con los zapatos de tacón alto. Los pezones se le endurecieron enseguida. Dylan era dolorosamente consciente de su desnudez, con todo el resto de la gente del club ahí al lado. Era terriblemente excitante. Ni siquiera importaba si alguien la miraba o no. Salvo Alec, claro está. Y sentía un orgullo extraño por ser capaz de hacer aquello delante de toda esa gente: estar desnuda mientras él jugaba con ella. Pero todos aquellos pensamientos se encontraban en una parte alejada de su cerebro. El resto de ella estaba sencillamente concentrada en el momento. Él le dio un beso en los hombros mientras le daba la vuelta para ponerla de cara a la cruz. Dylan se estremeció completamente cuando una preciosa corriente de deseo brilló sobre su piel, metiéndose en la profundidad de su cuerpo. —Deja que yo me ocupe de todo, Dylan. Venga, levanta el brazo. Sí, eso es. Antes de darse cuenta de lo que ocurría, Alec había atado una gruesa esposa de cuero alrededor de su muñeca; entonces, con una mano al final de su espalda, la acercó más a la cruz de madera hasta que sus pechos acariciaron la madera lisa. Alec cogió la otra mano y la ató aún más deprisa. Ella dio un pequeño tirón y sintió la tirantez de las cortas cadenas que iban de las esposas hasta las armellas incrustadas en la cruz. Tenía los brazos bien abiertos. Se sentía vulnerable. Pero, al mismo tiempo, se sentía completamente segura con Alec. Y preciosa. —Voy a dejarte tus bonitos zapatos puestos —le dijo él, agachándose para acariciarle la pantorrilla, luego más abajo hasta donde el tobillo estaba cubierto por la cinta—. Tienes unas piernas preciosas.