Literatura BDSM El Límite del Deseo (Eve Berlín) | Page 93

el deseo en sus ojos. En la roja plenitud de su boca. No dejó de sonreírle mientras palpaba bajo el mantel, bajo el dobladillo de su vestido. Y encontró el calor húmedo entre sus muslos. —Ah, perfecto —le dijo al oído—. Ábrete para mí, Kara. Bien. Kara separó los muslos y a Dante se le pusieron los ojos como platos cuando le metió los dedos dentro. Entonces, ella parpadeó y los ojos se le volvieron algo vidriosos cuando él empezó a empujar suavemente. —No dejes de mirarme —le dijo prácticamente sin inmutarse—. No hace falta que te diga que no debes permitir que tu cara refleje lo que está pasando. —No, Dante —contestó mientras arqueaba un poco las caderas hacia su mano. —Ni siquiera ahora —le ordenó mientras le apretaba el clítoris con la mano. Kara se mordió el labio y él sonrió aún más. Estaba duro como una piedra de lo mucho que le excitaba, pero eso podía esperar. El camarero les trajo las bebidas y él se detuvo un instante, asintiendo. V olvió a empezar cuando el camarero les dio la espalda. —¿Te excita, Kara? ¿Que te toquen así delante de toda esta gente? —Sí. Joder… —¿Puedes correrte aquí, delante de toda esta gente? ¿O es demasiado para ti? —No lo sé… Sí. Es perfecto. Él se rio de nuevo. —Tú sí eres perfecta —le dijo, empujando más adentro los dedos, apretando más fuerte y trazando círculos con el pulgar. Ella intentaba no contonearse. Dante notaba la tensión en sus músculos y cómo se le tensaba el sexo. Esos primeros espasmos previos al clímax. Se movió un poco más deprisa. Mantenía la cabeza cerca de la de Kara. —No grites, preciosa —le ordenó—. Puedes esconder la cara en mi hombro mientras te corres. Hazlo ahora. Solo se oyó un suave jadeo cuando ella apretó el rostro contra el hombro de Dante, tal y como le había ordenado. Pero Dante notó en su cuerpo un fuerte temblor, esa forma de apretar su sexo alrededor de los dedos cuando alcanzó el clímax. Joder, lo tenía duro como una roca. Le dolía el pene cuando ella se corrió en su mano. No dejó de tocarla hasta que estuvo seguro de que había terminado. Entonces, sacó los dedos e inclinó la barbilla para poderla ver. Tenía las mejillas ruborizadas, los ojos brillantes y las pupilas dilatadas. Y, mientras ella le miraba, se puso la punta del dedo sobre el labio y lo lamió. —Sabes mejor que nada de lo que me puedan servir aquí —le dijo en voz baja—. Ya sabes que me encanta tu sabor. No me canso nunca. Ella sonrió y dejó caer la cabeza sobre su hombro. Era cierto. Jamás se cansaba de ella, de su sabor, de su piel brillante. De todo.