Literatura BDSM El Límite del Deseo (Eve Berlín) | Page 160

ya he acabado. Me voy, me da igual todo eso de derrumbarme. Además, tampoco creo que se trate de eso. En el fondo, no. —¿Qué es, pues? Dante parecía sinceramente confundido. Pero no podía explicarle nada más sin revelar mucho más de lo que estaba dispuesta a hacer. Hizo un gesto de rechazo con la cabeza. —Me voy, Dante. No intentes detenerme. Ahora no. Kara empezó a vestirse, sintiéndose más vulnerable con el vestido de cuero para el club de lo que se había sentido desnuda con él. Dante se quedó completamente quieto, con sus rasgos apagándose, desnudo y tan guapo que a ella le dolía mirarle. Dante todavía la miraba cuando ella se calzó los zapatos y se fue hasta la puerta de entrada, donde el abrigo colgaba sobre una consola. Metió los brazos en él, sintiendo más frío que nunca. Dante no se había movido, ni había dicho nada. Eso la hizo enfadar. Se sentía más confusa que nunca. Más segura de que tenía que marcharse. Le concedió unos segundos más, esperando con la mano en el pomo de la puerta. Pero él se quedó en silencio y tan apuesto como una estatua, con la boca cerrada en una línea firme y seria. Kara volvió a hacer un gesto negativo con la cabeza. Y se fue. Cuando llegó a la calle pidió rápidamente un taxi, le dio al taxista su dirección y se dejó caer en el duro asiento. Tenía la mandíbula apretada mientras contenía las lágrimas que querían brotar. Pero no pensaba permitirlo. Kara odiaba que ser mujer a menudo significara que la reacción a la rabia fuera llorar. Le hacía sentirse débil y odiaba sentirse así. Cerró las manos en dos puños, hasta que se clavó las uñas en las palmas. El dolor le irritaba, le ayudaba a no derrumbarse. El taxi no tardó en llegar a su casa. Sacó el dinero del bolsillo del abrigo, salió y entró en el edificio. Las escaleras le parecieron interminables. «Tú limítate a entrar. Dentro estarás segura.» Abrió la puerta principal, entró rápidamente y la cerró. Y se dejó caer contra ella, con la espalda fuertemente apretada contra la madera, mientras las lágrimas empezaban a caer. Maldita sea. No quería hacerlo; no quería llorar por un hombre. No había llorado por Jake. Simplemente se había quedado atrapada en un pozo de autocompasión, siempre juzgándose. Sin embargo, esta vez no la estaba juzgando nadie. Estar con Dante jamás le había hecho sentirse como si debiera hacerlo. —Maldita sea —masculló. Se apartó de la puerta y se quitó el abrigo, que cayó al suelo. Le daba igual. No