Literatura BDSM El Límite del Deseo (Eve Berlín) | Page 16
una mujer hecha y derecha, cálida, de piel pálida pero luminosa bajo la luz del porche.
Mientras hablaban, ella se había acercado a él, poco a poco, enviando una señal muy
sutil. Y ahora su sonrisa —dulce, sensual y reflejo del deseo que él mismo sentía como
una corriente eléctrica en las venas— le había dejado fuera de combate.
Llevaba el cabello castaño claro y largo como en el instituto; una melena lisa y
suave de mechones brillantes. Tenía ganas de tocarla. Tenía ganas de tocarla también a
ella.
Tenía ganas de ella.
«Para el carro, colega.»
Pero su cuerpo se negaba. Sin embargo, la conocía desde hacía años; no era como
las chicas con las que ligaba en un bar o en el Pleasure Dome, el club de BDSM que
frecuentaba desde hacía unos años. No era una mujer con la que tener un rollo de una
noche y luego no volver a ver más. Kara era una chica normal y corriente, y él siempre
se andaba con cuidado con las no iniciadas en las prácticas del BDSM. No quería
decir que no pudiera disfrutar del sexo con una mujer a la que no le interesaran los
juegos más duros a los que él jugaba. Podía disfrutar y a menudo lo hacía, pero ese
punto de tabú hacía que las cosas fueran más excitantes. Contárselo a alguien nuevo era
una situación peliaguda. Contárselo a alguien que había conocido de joven era…
Bueno, ya no eran unos críos.
Mierda, estaba pensando eso como si Kara le hubiera propuesto acostarse con ella;
como si se le ofreciera en bandeja de plata.
Tampoco le importaría que lo hiciera.
Se le puso dura al pensarlo. No pudo evitarlo.
«Tranquilízate.»
Inspiró hondo para llenar los pulmones del frío aire de la noche y luego espiró.
—¿Quieres que te traiga más vino? —le preguntó, pensando que le vendría bien una
distracción; un momento dentro de la casa para poder tranquilizarse.
—No, no quiero más. Gracias.
Kara dejó la copa en el suelo y le sonrió otra vez. Qué boca más dulce. Sus labios
debían de ser muy suaves… y, de repente, ya no se le ocurrió ningún motivo por el que
no debía acercarse y besarla.
Lo hizo. Posó una mano en su mejilla y se inclinó un poco hacia delante, como
dándole la oportunidad de apartarse. Pero ella entreabrió la boca, sin dejar de mirarle
con esos ojos grandes color avellana que poco después cerró a medida que él se
acercaba.
Tenía los labios suaves, mucho más de lo que se había imaginado. Toda ella era
suave ahora que le entregaba su cuerpo y se apoyaba en él. Reconocía con facilidad la
capacidad de entrega en una mujer y ella la tenía; podía entregarse por completo, fuera
consciente de ello o no.