Literatura BDSM El Límite del Deseo (Eve Berlín) | Page 150

La llevó hasta una de las grandes butacas acolchadas que había por aquí y por allá bordeando la sala y dejó la bolsa con los juguetes en el suelo. Se sentó en la gran otomana que estaba a metro y medio de la butaca. Entonces la colocó a ella entre él y la butaca. Kara notó el suave roce del cuero en las corvas. Dante le cogió las manos. —Quiero que hagas algo por mí. Por mí solo. Los demás te verán, te mirarán, pero esto es por y para mí. ¿De acuerdo? —Siempre para ti, Dante. Siempre es para ti. ¿Por qué parecía que decírselo lo hacía todo más auténtico? —Buena chica. Quédate ahí de pie un momento. Alargó el brazo y tiró de la cremallera de la parte delantera del vestido hacia arriba hasta que se le vieron los ligueros. La embargó el deseo de inmediato y eso llegó a marearla un poquito. Le encantaba no estar segura de lo que le haría hacer y lo que le haría él mismo. El misterio que rodeaba la situación. La sensación de que él estaba al mando. Le pasó la mano por debajo del vestido y le subió la cremallera aún más, dejando expuesto su cuerpo hasta la cintura. El muslo y el vientre quedaban a la vista de todos, pero era una sensación agradable. Él la acarició poquito a poco, apenas rozándola. —Ábrete un poco más para mí, preciosa. Ella obedeció. Con las palmas, Dante le acarició la cara interna del muslo y ella se notó el sexo húmedo al instante. Luego le rozó el encaje del tanga con las yemas de los dedos y Kara se estremeció. Cuando introdujo la mano por dentro de la prenda y encontró su sexo, ella gimió. —Te gusta, ¿verdad? Dímelo, Kara. —Sí, me gusta. Me encanta cuando me tocas. Él sonrió con la mirada fija en la cúspide de sus muslos. Se inclinó y acercó los labios al encaje, cada vez más mojado, y ella volvió a gemir. —Te gusta mucho, ¿verdad? Pero ¿sabes qué me gustaría a mí? Me gustaría ver cómo lo haces tú; cómo te tocas y llegas al orgasmo. —¿Aquí? Él soltó una breve carcajada. —Sí, aquí. Para mí, Kara. Solo para mí. Dante clavó sus oscuros ojos en los suyos y eso proveyó de calor su cuerpo, de ganas de complacerle. —Joder… —dijo con un hilo de voz, casi entrecortadamente. Él volvió a reír. —Sé que estás nerviosa, pero lo harás, ¿a que sí? —Sí—contestó ella, aunque se le atascó la palabra en la garganta, tensa de los nervios y un deseo cada vez más ardiente.