Literatura BDSM El Límite del Deseo (Eve Berlín) | Page 113
asimilarlo todo: sus mejillas encendidas, sus pechos, que se le antojaban hinchados,
los pezones duros de un tono rojo oscuro. Deliciosa. Ardía en deseos de verla mojada
entera. Empezó a desvestirse y se desabrochó la camisa… pero se paró en seco.
Sería mejor si la viera a ella con su camisa y el agua resbalando por la tela blanca.
Gimió.
Se quitó los zapatos de un puntapié y se lo quitó todo salvo la camisa. Hasta el
dobladillo de algodón que se posaba sobre su pene le resultaba insoportable y le
provocaba escalofríos de placer. Sin embargo, fue mejor aún cuando se quitó la camisa
y la ayudó a ponérsela.
Aún no estaba debajo del agua y el pene le palpitaba de las ganas. Iba a correrse de
un momento a otro.
Entró en la ducha y la atrajo hacia sí. No se la había follado allí lo suficiente y,
además, ¿por qué no le había puesto una de sus camisas hasta ahora para ver cómo el
agua adhería el algodón a su piel?
—Joder, Kara, estás buenísima así. Me encanta verte la piel bajo la tela mojada y la
silueta de tu cuerpo. Esto es increíble para mí. Ni siquiera puedo expresar lo que
quiero hacerte…
Ella se quedó quieta, dócil, mientras él le pasaba las manos por los hombros y los
pechos, que se marcaban bajo el algodón mojado. Ahora era casi transparente de lo
empapado que estaba y así era como le gustaba.
Le pasó las manos bajo la camisa y por el vientre, y tembló al notarla a ella temblar.
Cuando se inclinó y le succionó un pezón a través de la tela, sintió que el pene le iba a
entrar en erupción de un momento a otro. Tuvo que apartarse, respirar hondo un par de
veces y hacer de tripas corazón para tranquilizarse.
—Joder, Dante. Esto es… nunca había sentido nada igual.
—Me alegro de que te guste, preciosa —susurró al tiempo que volvía a cogerle los
pechos con las manos, acariciándolos y masajeando sus pezones con los pulgares. Oía
su respiración entrecortada y también la suya.
Se pegó más a ella y la sensación del algodón empapado y la curva de su vientre
estuvieron a punto de hacerle estallar. Tuvo que parar, volver a respirar y apretar los
dientes para no perder el control.
«Tranquilízate, tío. Tienes que relajarte un poco.»
Se separó un poco. Así estaba preciosa, pero tenía que reducir un poco la marcha o
esto terminaría en un santiamén.
Cogió una esponja grande y su pastilla de jabón favorita, la de limón y almizcle, y
empezó a enjabonarla en los muslos y el vientre, debajo del dobladillo de la camisa.
Le encantaba que oliera como él, aunque no sabía por qué y tampoco le importaba. Lo
que sí le importaba era ver cómo se le oscurecían y endurecían los pezones bajo la tela
mojada. Cómo suspiraba. La manera de mirarle con ese deseo en el rostro mientras él