Literatura BDSM El Límite de La Tentación ( Eve Berlin ) | Page 84

roja de la fuente de alimentación al otro lado. Encendió el iPod, que estaba en su base encima de la encimera, y empezó a sonar música punk antigua. —¿Te va bien si pongo música? —le preguntó. —Sí, me encanta el punk, sobre todo este de la vieja escuela. —Es mi música favorita, aunque me gusta un poco de todo. —A mí también. Me gustan hasta las baladas tradicionales irlandesas. Y mi madre incluso me aficionó a escuchar ópera de pequeño. —¿Ópera? ¿En serio? —Pareces sorprendida. —Lo estoy —reconoció—. Voy a la ópera varias veces al año. —Ya, eso no me sorprende. Ella se sentó en un taburete detrás de él. —Empecemos, ¿estás listo? —le preguntó. —Adelante. Le pasó un trapito empapado en un líquido antibacteriano por la piel y le afeitó el vello con una maquinilla desechable. Luego le volvió a limpiar la zona para aplicarle el papel de calco en la espalda, que fue despegando poco después muy despacito. Mientras, él se regocijaba con la sensación de que eran sus manos las que le hacían todo eso. —¿Quieres mirarte en el lavabo para ver si te gusta dónde lo he colocado? —No. Confío en ti. Y eso hacía. Confiaba en ella para que le tatuara y en general. Era raro; no recordaba la última vez que había llegado a confiar tanto en una persona, dejando aparte el puñado de amigas que tenía. Pero no una mujer con la que se acostara, como ella. Se dio cuenta entonces de que solía compartimentar sus relaciones con las mujeres. Las amigas, por un lado; las amantes, por otro. Sin embargo, estos límites se desdibujaban con Mischa. —Sé que ya te has hecho tatuajes antes —dijo ella—, pero a veces en la espalda duele más que en otras zonas. Los huesos están muy cerca de la piel. —¿Oigo un deje de alegría en tu voz? —dijo él con cierta provocación. Ella se echó a reír. —Pues puede que sí. Allá voy. La aguja se encendió con un zumbido y notó los primeros cosquilleos en la piel. —¿Vas bien? —le preguntó ella. —Sí, sí. Entonces empezaron a marcar un ritmo en el que ninguno de los dos hablaba mucho. Solo escuchaban la música y el zumbido de la aguja de tatuar. Él se notaba concentrado en la sensación de la aguja, en su piel, en la mano de ella mientras le limpiaba el exceso de tinta. El olor de su perfume estaba por doquier; él lo inhalaba con fuerza, como si fuera parte de la experiencia. La sensación pasó de cosquilleo a quemazón constante, pero no le importaba. —¿Cómo lo llevas? —volvió a preguntarle poco después para cerciorarse de que estuviera bien, igual que hacía él cuando jugaban. —Lo noto. —¿Y? —Es soportable, aunque tampoco me importaría que fuera peor. Para mí, el dolor forma parte del tatuaje; es parte de la experiencia. Me gusta desafiarme; no sé si tiene mucho sentido, pero es así. Es