Literatura BDSM El Límite de La Tentación ( Eve Berlin ) | Page 32

Se sentó en la cama, tapándose los pechos con la sábana. Mala idea. Muy mala. Si ya se sentía así de confundida, tan vulnerable, después de una noche con él, antes de haber tenido la oportunidad de darle al sexo duro, ¿cuánto más podría abrirse a él? Sabía muy bien dónde la llevaría eso: por un camino pedregoso que no tenía intención de recorrer; uno que inevitablemente terminaría haciéndole daño. El tipo de daño que su madre había sufrido a manos de los hombres a los que había amado. Mentalmente era como si estuviera viendo una película; los persistentes recuerdos de su infancia, que parecían no tener fin, se fundían en una sola imagen dolorosísima. Su madre llevaba tumbada en una habitación a oscuras días y días, con el rostro hinchado por las lágrimas. Había un cenicero a rebosar de ceniza y rancio olor a marihuana en el ambiente. La cama, el sofá o el futón podían cambiar de un año a otro, con cada mudanza que Evie hacía de un piso a una comuna o a una casa hippie, pero ella era la misma. Se enamoraba perdidamente de un hombre y se dejaba llevar por unas fantasías románticas que luego se rompían en pedazos cuando el tipo se largaba. Y siempre se largaba. La incapacidad de su madre para tener los pies en la tierra hacía que muy a menudo ella tuviera que hacerse cargo de su hermana pequeña, y a veces también de su madre, desde una edad muy temprana. Recordaba cómo tenía que despertar a Evie para que comiera algo. Para que se levantara y las llevara, a Raine y a ella, a la escuela. Ningún niño debería tener que hacer algo así. Ningún niño debería presenciar la manera en que Evie había permitido que la devastara el amor. Ninguna mujer debería permitir algo así. Mischa se estremeció. No se estaba enamorando. No iba de eso la cosa. No sabía qué era exactamente, pero se le habían disparado todas las alarmas y no pensaba quedarse para averiguar el motivo. Se levantó de la cama lo más silenciosamente que pudo, encontró su ropa, se la puso y se esforzó por no mirar a Connor, pero era imposible. Era demasiado grande e imponente, incluso mientras dormía. La luz que se filtraba a través de las cortinas era de un gris leve y empañado, pero le veía. Veía su gran tamaño y los músculos de los hombros mientras dormía. Tenía el rostro hermoso a pesar de sus facciones duras, esas líneas masculinas y su cicatriz debajo del ojo derecho. Incluso mientras dormía su expresión, su presencia, tenía un aire autoritario. Se estremeció y se dijo que era solo de frío. Se dio la vuelta y de puntillas salió al pasillo con los zapatos en la mano. Levantó la vista y vio una retahíla de dibujos eróticos en las paredes del largo corredor; eran mujeres con distintos grados de desnudez y diferentes etapas de bondage. Se detuvo frente al esbozo de una chica que se le parecía mucho, con el pelo largo, ondulado y claro, y muchos tatuajes. Quizá fueran otras mujeres con las que se había acostado. ¿Se habría acostado con todas? Bueno, tampoco era asunto suyo. No le incumbía. Connor Galloway podía hacer lo que le viniera en gana, salvo joderle la cabeza. Por eso mismo se marchaba. Encontró su abrigo en el gran sofá y lo recordó brevemente sobre los cojines, haciéndole sexo oral de un modo que nunca antes había experimentado. Sacudió la cabeza al primer atisbo de escalofrío que volvió a tener, se puso el abrigo y abrió la puerta principal. No pudo resistirse a mirar por encima del hombro antes de cerrarla. «Adiós, Connor.» La cafetería del centro donde Dylan le había pedido que se reunieran para desayunar era un sitio muy ajetreado para un sábado por la mañana. El cálido aire olía a café del fuerte y a pastitas recién horneadas. Como muchos edificios de Seattle, este era antiguo y de techos altos, con un ventanal enorme y suelos de madera vieja que habían pulido hasta sacarle brillo. Dylan la saludó desde una