Literatura BDSM El Límite de La Tentación ( Eve Berlin ) | Page 127

fuerte manotazo en las nalgas. Ella dio un grito ahogado. —Sé que crees que me estás castigando —dijo con la mandíbula apretada mientras la invadía el placer. —No, al contrario. Te estoy dando el regalo de las endorfinas para lo que pienso hacer contigo después, cuando haya comido. —Mmmm… Intentó pensar en una réplica graciosa cuando empezaron los azotes de verdad. Hubo una salva de azotes rápidos y luego cambió de ángulo para poder darle con toda la mano. Con la mano ahuecada para que tanto los dedos como la palma hicieran contacto, la sensación era más fuerte e intensa que el escozor de un azote normal. Sabía que la dejaría marcada pero le daba igual. No, no era del todo cierto. Lo deseaba. Quería que la marcara. La presión empezó a acumularse deprisa, tanto que se preguntó si podría correrse de los azotes solamente. Eso y notar sus muslos musculados debajo del vientre. Arqueó las caderas y descubrió que así podía frotarse contra su ingle y rozarse el clítoris. Ah, sí, eso bastó. El placer surgió como lo había hecho el dolor. Sentía en el trasero un cúmulo de sensaciones, la mano que le azotaba sin tregua, pero el escozor se volvía una quemazón deliciosa. El deseo florecía entre sus muslos. Los separó un poco y se frotó más contra él. Desde la neblina que había en su cabeza supo que él se lo permitía. La dejaría alcanzar el orgasmo mientras él seguía azotándola sin parar. Ella estaba al borde del abismo, a punto de correrse. Movió las caderas y él cambió un poco de postura también para colocar la ingle justo en el punto adecuado. Le dio una palmada tan fuerte que creyó oír la reverberación en el cuerpo y eso le dio el empujón final. Se corrió entre un torrente de dolor y placer mientras seguía retozando con el clítoris hinchado y con pulso propio. Respiraba entrecortadamente, jadeante; el clímax seguía enviando pequeñas olas de placer por todo el cuerpo cuando se dio cuenta de que los azotes habían cesado. Connor la levantó y la sentó en su regazo. Sonreía. —Me has dado una lección, sí —murmuró ella con los ojos medio cerrados mientras las endorfinas seguían circulando en su organismo. Él soltó una carcajada, una risa contagiosa que le salía del vientre, y, de repente, ella se echó a reír también. —Eres una mujer muy rara —le dijo. —Pero te gusta. —Mucho. —Tienes que estar muriéndote de hambre ahora. —Estoy a punto de desmayarme —coincidió él. —Pues eso no podemos permitirlo, ¿no? —Perdería toda la dignidad. —Pues si me sueltas el pezón izquierdo tal vez podamos levantarnos y preparar algo de comer. Él miró la zona donde había estado pellizcándola: le había dejado la piel enrojecida y dolorida, claro. Siguió sonriendo. —Ya, claro. Pues, venga, arriba. La ayudó a ponerse de pie. Estaba algo mareada por el clímax, por la volea de azotes y por la dinámica que había entre ambos. Algo cambió en el momento en que se arrodilló y tomó el control. Y aunque este cambió de manos