Juan Abreu
Diosa
¿Qué siento?
Inocencia.
Soy la Diosa de la Inocencia.
Una embriaguez espesa se apodera de mis sentidos. No
obedece a causas externas, es un estado de éxtasis propiciado por la
entrega, por la libertad. Dejo de sentir la presión de las cuerdas. Mi
lengua crece, soy una lengua. Una medusa hambrienta. Un animal
desbocado. En cierto momento, estoy segura de flotar. Levito,
adorada por el mundo, por las multitudes. ¿Qué ha sido ese líquido
que ha salpicado la tarima? Brotó de mi interior, a chorros, como la
corrida de un hombre.
No sé por cuánto tiempo permanezco expuesta.
Los invitados, después de dedicarme durante un rato su
atención, de felicitar a Maestro Yuko y darle muestras efusivas de su
admiración, se dedican a beber y a conversar. Se trata de un ágape
elegante, refinado. Soy un adorno, la pieza de arte que preside la
exquisita reunión. Pero que ya no acapara de manera totalizadora el
interés.
Una de las Sumisas anuncia que la cena está servida. Todos
abandonan la estancia.
Durante un largo intervalo, llegan murmullos de conversación,
tintineo de copas y cubiertos, alguna risa. A través de las lágrimas
que anegan mis ojos veo un resplandor que asoma por la puerta que
da al comedor: las figuras veloces de las Sumisas que de tanto en
tanto atraviesan el espacio cargadas de fuentes y bandejas.
Las ataduras emiten un crujido ronroneante.
Floto.
En una ocasión alguien, ¿Maestro?, examina mis extremidades,
afloja ligeramente un lazo, modifica el ángulo en que una cuerda
oprime el muslo.
Floto.
Soy un pájaro, un pez volador, un centauro al galope, un objeto
precioso enterrado en las profundidades marinas. Un alpinista en la
cima de la cumbre más alta. Soy la meretriz reina que escapa de
palacio para fornicar con los marinos borrachos. Soy una alegría
primigenia, una fuerza subterránea, un fauno montando ninfas en lo
profundo del bosque. Soy el ejército invencible ante las murallas de
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