Juan Abreu
Diosa
Varias Sumisas se encargan de asearme. Hacen bromas y ríen a
propósito de lo mojado que está mi coño. Ninguna habla japonés. Dos
son catalanas. Lo rasuran cuidadosamente. Cuando terminan, lo
siento como un molusco monstruoso. Palpita. Alguien lo besa. Risas.
Roces. Alaban mi cuerpo. Lo secan con una toalla caliente. Friccionan
vientre, brazos, muslos, pechos. Luego me tumban boca abajo en una
especie de banco alto del que mi torso, flexionado, cuelga. La presión
en el estómago es considerable; contraigo los músculos abdominales
para contrarrestarla. Las nalgas ocupan el centro; sobre ellas
descargan una tunda que me hace sollozar. Usan una vara delgada,
de bambú, tal vez. O una rígida fusta de cuero. Lloro, no exactamente
de dolor; es dolor, sí, pero mezclado con deseo, algo de rabia y un
descomunal entusiasmo infantil.
La azotaina (no insoportable, pero vigorosa; debo de tener la
piel roja, marcada) concluye de la misma manera imprevista en que
ha comenzado.
Las Sumisas, calculo que al menos hay cinco, besan mis
lágrimas.
Esto me enternece.
Deseo devolverles los besos, acariciarlas, hundirme en sus
regazos, lamerlas.
No lo permiten.
Pasamos al salón donde se hallan los invitados.
Un lejano aroma de comida, susurros.
Alguien me libera de la venda.
Mantengo los ojos cerrados un momento, después los abro
lentamente.
Estoy en una habitación espaciosa, de techo alto, típica de los
pisos antiguos del Ensanche barcelonés. Puertas dobles. Suelo de
frescas baldosas. La luz es tenue, pero permite distinguir
perfectamente los detalles de la escena. Lo que representan los
cuadros que cuelgan de las paredes (acuarelas sobre papel de arroz:
cordilleras nevadas, bosques que surgen de la n iebla, bestias que se
aparean en soleadas praderas, un barquero encorvado sobre un largo
remo en el espejo de un lago). Las copas alineadas tras el cristal de la
vitrina. La expresión de los semblantes más alejados.
Me hallo en una especie de pedestal.
A mi lado está Maestro Yuko.
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