Juan Abreu
Diosa
procazmente escarranchadas en la madrugada.
Cuando estamos a la altura de la Pedrera, Rodrigo me coloca
una venda. El mundo desaparece y mi respiración se acelera. La tela
me impide abrir los ojos. Pero aunque consiguiera abrirlos, algo que
no intentaré, no vería nada.
¿Qué pensará el taxista? ¿A quién le importa lo que piense el
taxista?
Hace mucho tiempo, fantaseaba con montar en un taxi, sin
bragas. En algún punto del trayecto, abría las piernas de forma que el
conductor pudiera verme el sexo a través del espejo.
Llevo un vestido azul de lino, holgado, y unos zapatos de tacón
alto, que nunca uso. Nos rodea el rumor del tráfico, el olor de la
ciudad, el bullicio de la gente.
Estuve horas eligiendo qué ropa llevar. Al final me decidí por un
atuendo sencillo. Algo con lo que iría a cualquier reunión de amigos.
Excepto los zapatos, que pertenecen a otra esfera. No me explico la
razón por la que escogí estos incómodos zapatos.
La presión de la tela sobre mis párpados es deliciosa. Los
músculos de mi rostro se tensan, como a la espera de una bofetada.
El taxi se detiene y bajo a trompicones, a pesar de la ayuda de
Rodrigo. No estoy acostumbrada a estos tacones. ¡Y ando a ciegas!
¿Por qué me los habré puesto? Motor que se aleja. Rumor de pasos.
Atravieso, tambaleante, la acera. ¿Qué pensará la gente? Sonido de
un timbre. Interfono. Voz de Rodrigo. Firme y ajustada. Trasponemos
la puerta. Ascensor. Subimos. El edificio es viejo, el aparato carraspea
achacoso mientras asciende. Calculo que tres o cuatro pisos. ¿Cinco?
Se apodera de mí un temblor, pienso que me desmayaré, creo que
tengo fiebre. El sexo mojado. Me falta el aire.
Salimos del ascensor.
Extiendo un brazo, busco el apoyo de la pared. No lo encuentro.
Una puerta se abre, escucho una voz femenina. Rodrigo me besa en
la mejilla y murmura: Estoy muy orgulloso. Los tacones producen un
ruido agudo contra el suelo de madera. Huele a té, a colonia
masculina, a frescura de plantas, a manjares lejanos.
Escucho los pasos de Rodrigo, que se alejan.
La Sumisa que nos ha recibido se hace cargo de mí. De
inmediato me descalza. El contacto con el suelo es muy agradable.
Pienso que ya no hay vuelta atrás. Tampoco lo deseo. La Sumisa guía
mis pasos, llegamos a otra habitación. ¿Un baño? Huele a agua, a
jabón. A cosas suaves.
Unas manos aprietan la venda; a continuación, tras una pausa
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