Juan Abreu
Diosa
Al instante sentí que era capaz de cualquier cosa. No había
límites. No hay límites.
Gracias, Maestro, por enseñarme a descubrirlo.
Obedecí sin rechistar. El asco producido, hasta ese momento,
por la sola idea de tener algo que ver sexualmente con Andrea,
desapareció. O no... Tal vez sería más exacto decir que esa repulsión
fue también lujuria. Me es imposible explicarlo. Pero algo dentro de
mí fue lavado por una gran corriente liberadora. Una corriente que
me transportó al país de la inocencia absoluta.
Abierta, en el asiento antes ocupado por Amo, procedí a
masturbarme. Amo ensalivaba mi clítoris. Cuando lo creyó oportuno,
aplicó la prenda contra mi cara. Puso cuidado en que la franja más
«fragante» coincidiera con mi nariz.
Maestro, debo confesar que aspiré tal y como se esperaba de
mí: anhelosa, enardecida. El olor, ya algo diluido, me llegó
claramente.
Debo admitir que lo disfruté.
Estaba tan excitada por la perversidad de la situación y por la
libertad ilimitada que experimentaba que creo que hubiera sido capaz
de hacer cualquier cosa.
Cualquier cosa.
Ante usted, soy capaz de reconocerlo.
No tardé en correrme.
Mi amado Maestro, de esta manera queda satisfecha su
demanda.
Ahora respondo a sus preguntas. Estoy lista.
No sólo estoy lista, sino que deseo conocerle con todo mi
corazón.
Progreso. Mucho; ya Amo no se burla