Juan Abreu
Diosa
De: [email protected]
Para: [email protected]
Enviado: Domingo, enero 12, 2003, 18:19
Querido Maestro, espero agradecida el momento de recibir tan
precioso regalo de sus manos. Que usted diga que soy la piedra que
reposa en su jardín, la roca que lo engalana, hace que crezcan mis
ansias de ser el suelo que mi Maestro pisa, el papel donde dibuja, el
agua con que se baña, el alimento que come.
Sí, su alimento. Que me mastique, que me devore. No sería, en
modo alguno, un evento pavoroso o truculento. Más bien el regreso a
un país que, lo siento en mis entrañas, ya conozco.
A veces cierro los ojos, en la oficina, en casa, y pienso en usted.
Está cerca de mí y eso me provoca un estremecimiento. Sus manos
recorren mi cuerpo y me caliento tanto que tengo la impresión de
deshacerme bajo sus dedos. También me siento humilde. Hace pocas
noches, mientras leía, imaginé que estaba a sus pies, atada. ¡Qué paz
inundaba su habitación, cuánto sosiego! Los ruidos de la calle
llegaban amortiguados, como si su casa se levantara en el fondo de
un lago. Usted trabajaba, concentrado, manipulaba los pinceles con
gran destreza y yo, acurrucada en el suelo, era el ser más feliz de la
creación. La posición en la que me hallaba era muy incómoda, pero el
hormigueo de mis miembros inmovilizados resultaba embriagador. A
pesar de la dificultad, cuidando mucho de no hacer ningún
movimiento brusco, de no molestarlo, conseguí arrastrarme muy poco
a poco, hasta alcanzar con mis labios sus pies desnudos. Los besé
como si fuesen objetos sagrados.
Entonces, W7FVB