Juan Abreu
Diosa
hojas. El agua hace brillar su corteza. Dejo el libro (Hagakure) y voy
hasta la ventana. El silencio cubre las calles, las fachadas, los patios.
Los ojos de las farolas son vapor anaranjado. De tarde en tarde, llega
el rumor de un coche como el grito del sobreviviente de una
catástrofe. Un aislado bosquecillo, en el parque cercano, forma una
figura casi humana; dos grupos de ramas, como pechos
pertenecientes a un torso inclinado, flotan sobre el suelo, mecidos por
el viento.
Vuelvo a instalarme frente a la pantalla.
Escribiré palabras groseras, describiré situaciones bestiales y
degradantes. Cosas que nunca he dicho a nadie. Me sentiré inmunda
haciéndolo. Confundida. Si no estuviera lloviendo tal vez no me
atrevería.
Allá voy...
Durante años, he tenido una fantasía recurrente que he
bautizado como Fantasía de la Feria. Vuelvo a ella como un animal
sediento. Sucio y lúbrico. Simplemente está ahí, en un rincón de mi
mente, y la uso cuando la necesito. Cuando visualizo estas escenas lo
hago muy vivamente. Podría decirse que me traslado a ellas.
Estoy en una Feria de artilugios sexuales. La gente que la
recorre es ordinaria e insulsa. Gente de baja estofa. Ropa chillona,
modales zafios. De pronto, estoy frente a un sitio donde venden un
aparato estrafalario, provisto de resortes y correas. Brilla, negro y
metálico como un escarabajo. Quiero escapar, pero un tipo gordo,
vulgar, de expresión repulsiva, que promueve a grandes voces el uso
del artefacto, aferra mi brazo y me obliga a ocupar el centro de la
pista. Hay numeroso público. Yo tiemblo. Pronuncio confusas palabras
a manera de protesta; pero es pura hipocresía. No ofrezco resistencia.
Los presentes lo saben, ríen burlones. ¡Hipócrita! ¡Guarra! ¡Vamos,
sabemos lo que te gusta!, gritan. El tipejo me coloca una venda en los
ojos. Acto seguido invita a los congregados a «examinar la
mercancía». Abren la blusa, bajan los pantalones, las bragas.
Innumerables manos y bocas me manosean y chupan. Los pechos, el
coño. Alguien separa las nalgas. Introducen un dedo en mi ano. Huele
bien, dice una voz. Risotadas. De primera, mercancía de primera,
vocifera el tipejo usando un altavoz. Terminan de desnudarme. Atan
mi cuerpo al aparato. Durante todo el tiempo me obligan a beber
agua. A continuación, entregan látigos a la concurrencia. Los azotes
se suceden durante un período de tiempo prolongado. Duele mucho.
Chillo, lloro sin el menor pudor. Cuando están satisfechos, me colocan
a cuatro patas. Siento una polla en la boca y otra en el coño. Sus
dueños se corren enseguida y otras pollas ocupan los agujeros. Así
transcurre un rato. A una voz del tipejo, la acción se detiene. Orden
de ponerme en cuclillas y mear. Obedezco presurosa. Meo
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