Juan Abreu
Diosa
Considerábamos una «sesión» el tiempo que transcurría desde
que asumíamos un papel, el de Sumisa en mi caso, el de Amo en el
caso de Rodrigo, hasta que lo abandonábamos y recuperábamos
nuestro comportamiento normal.
Resultó una experiencia perturbadora. Pletórica de miedos y
retos. Llena de puertas abiertas a territorios insospechados.
No comprendía las causas del extraño deleite que me
embargaba durante las sesiones. Pero las deseaba con tal intensidad
que me mojaba de sólo recordarlas.
No puedo negar que mil veces cedí y estuve a punto de
abandonar la búsqueda. Si ésta no hubiera tenido lugar a la sombra
del amor de Rodrigo, como ya he dicho, hoy formaría parte del
nutrido bando de las derrotadas; sería otro montón de renuncias, que
es lo que son, a fin de cuentas, la mayoría de los seres humanos.
Algo irrealizado en mi interior actuaría como un ancla,
impidiendo a mi espíritu volar.
No sería este ser hermoso y resuelto que soy.
Rodrigo y Maestro Yuko son los artífices de mi transformación.
Ellos tomaron mi mano y me ayudaron a superar obstáculos que de
otra forma hubieran resultado inexpugnables.
Por otra parte, fue revelador constatar que algunas de mis más
arraigadas convicciones se volatilizaban ante la arremetida
demoledora de una infinita curiosidad. En muchas ocasiones pensé:
éste es el límite, por aquí no paso; para diez minutos más tarde
sumergirme en el siguiente desafío.
Poco tiempo después, debido al desarrollo lógico de nuestra
exploración, llegó el día decisivo. El día que propulsaría al exterior
experiencias que se circunscribían, hasta el momento, a un ámbito
privado y familiar.
Caía la lluvia a rafagazos sobre Barcelona; la calle, abajo,
relucía como la piel de un humeante pez. El contorno licuado de las
cosas hablaba de carne conmocionada, de deseos largamente
postergados que exigían atención. De la tierra del parque cercano
emanaba un lujurioso tarareo. El cielo encapotado arrojaba desde su
hinchada entrepierna una catarata limpia y furiosa.
La tarde había transcurrido lenta, perezosa, trufada de
adormecimientos y lecturas. Y del olor del anunciado aguacero. Y de
melancólicas vaharadas. Unas copas de vino, ingeridas durante la
comida, contribuían a espesar la atmósfera y entibiar la sangre.
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