Juan Abreu
Diosa
Una tarde, al llegar del trabajo, Rodrigo me ordenó que
comprara un uniforme de chacha. Estuve varios días eludiendo la
encomienda, argumentaba cansancio, demasiado trabajo, olvido;
llegué a irme de tiendas concluida la jornada laboral para regresar
más tarde a casa y tener una buena excusa para no acudir al
establecimiento donde compro los uniformes de nuestra empleada de
la casa.
Tenemos una chica que viene diariamente a cocinar, limpiar y
ocuparse de la ropa.
Pero un buen día mis pasos se dirigieron a Confeccions Almirall.
Como allí conocen a mi empleada, lo primero que quisieron saber fue
si el uniforme que necesitaba era para ella. Quedé paralizada por la
pregunta. Creí morir de vergüenza. Al fin, sonrojada, respondí que no.
Que el uniforme era para la chica de mi hermana.
¿Qué tipo tiene? Otra pregunta paralizante. Como yo, más o
menos. Respondí en un tartamudeo. Terminé comprando el atavío
más caro, con cofia y delantal bordados. Y unos zapatos espantosos,
blancos, de suela de goma.
Rodrigo me «obligó» a vestir el uniforme y a interpretar el papel
de empleada de la casa. En un remoto y secretísimo compartimento
interior, me moría por hacerlo. Mi marido tiene la rara y espléndida
cua lidad de saber qué deseos inconfesables oculto en lo más
profundo, y de empujarme en esa dirección cariñosa pero
firmemente.
Cierto día, con inusual entusiasmo, descubrí en el
supermercado un producto especial para limpiar el baño. Un producto
que garantizaba resultados duraderos, maravillosos. En cuanto llegué
a casa, me sumí en la tarea con inusitado fervor. Un fervor sexual.
Cuando Rodrigo se detuvo a contemplarme agachada, restregando la
porcelana del retrete, el sexo se me humedeció. Percatándose de mi
excitación, mi esposo adoptó su papel dominante. Dio unos pasos,
inspeccionó los espejos, buscó suciedad en las juntas de las baldosas
y pasó los dedos por los toalleros; al fin dictaminó con voz severa: la
bañera está mugrosa. Yo, jadeante, deseé ser montada allí mismo.
A cuatro patas, limpié el suelo de nuestro piso. Sacudí el polvo
acumulado en lugares insospechados. Durante una semana hice las
tareas de la chacha. Rigurosamente uniformada. Calzando aquellos
horrendos zapatos de enfermera. La primera vez que me lo puse, ya
inmersa en el papel de Sumisa, dije que me sentaba fatal el atuendo.
Recibí una bofetada por respuesta, acompañada de una contundente
aclaración: Nadie ha solicitado tu opinión; cuando la necesite, te la
pediré.
Aprendí la lección. Jamás volví a dar opiniones ni a cuestionar
una orden una vez comenzada la sesión.
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